Ya chole

Empecé así un retiro hacia mí mismo.

Me senté, en absoluta soledad.

Yo conmigo. Nada más.

En principio duele, estar solo. Duele mí mismo. Me compadezco yo mismo, por tanto sufro.

El dolor es incómodo, pero eso no me detuvo.

Ya era un náufrago, desprendido de la sociedad, sin más alrededor del horizonte que puro horizonte, pintando rostros de mi sangre para amortiguar el impacto en mi mella. Ya iba olvidando los protocolos de comunicación humana que utilizo para expresarme hacia un otro.

Moralismos, mandamientos religiosos, ideologías políticas. Empezaron a desfilar delante de mí todos los momentos en que acepté mis acuerdos con el mundo.

Traumas lastimeros, reacciones instintivas, tensiones inconscientes. Nada era necesario ahora que no debía nada a nadie. Así pues, solté.

Y viajé muy lejos de todos. Cabalgué el corcel de la locura para zafarme de toda convencionalidad externa. Ahí donde solo existo yo, no como un yo, sino como la existencia del tal yo. Ahí donde todo era posible porque habitaba detrás de todas las posibilidades.

No tengo nada que perder, porque no tengo nada. No tengo a nadie ni estoy forzado a devolver lo que desde siempre no tengo. Es libre mi albedrío para alcanzar cual sea el horizonte en el que yo quiera morar.

Pero miro de vuelta, desde esa ligereza, al yo que estaba sentado retirado en su absoluta soledad. Persistiendo generalmente en una dimensión en donde le atrapan los vicios y le tiemblan las piernas. Obsesionado con entender su vínculo con el resto de la humanidad, esclavizado tras el ideal revolucionario de ser libre.

¿Qué me dificultaría cambiar? ¿Por qué me costaría mudarme? Si vuelvo insistentemente a una cotidianidad oscura, es porque ahí tengo mi equipaje. Una vez que el camión se lo lleve a una nueva localidad, ya no tengo por qué volver a mis viejos hábitos. Una vez que se dé el salto, ya no tengo por qué volver al mundo.

Desde lejos del mundo, desde cerca de mí, me hago una ofrenda. Hubiera sido un sacrificio, pero no quedo perdiendo nada.

Abro mi corazón a la Voluntad que existe dentro de mí y me entrego a disfrutar la vida, a vivirla desbordando las bendiciones que la vida me da, incluyendo también la muerte.

Me abro a ese silencio que opaca cualquier situación en el mundo y me acerca cada vez más al arte del buen convivir.

No diré “sé amar”, porque llevo mi equipaje conmigo. Pero diré, soy amor, porque cuando estoy yo conmigo mismo, no hay nadie más que lo sea.