Y regresó

“Míralo, aquel que habla de amor y en su vida actúa sin amor”

“Míralo, dice ser espiritual y tiene una opinión política en nuestra contra”.

“Ve, se supone que es fuerte y le hiere la más leve llovizna”.

La gente hablaba. El caminante hacía los oídos sordos y continuaba su marcha.

El loco había saltado al abismo, ahora auto-confirmaba su cordura. No en la dirección de sus pasos, sino en que había aceptado el designio en que cada uno sea dado. No era una anti-locura, simplemente aquello que llamó libertad.

Pasando los refugios foucaltianos de gentes, detrás de una cordillera escarpada pero tibia, y entrando por un pantano lleno de croqueantes ranas, el caminante encontró un río.

Le parecía haber llegado de muy lejos a un pequeño planeta. Tan pequeño que solo cabía un habitante, pero no tanto como para dejar de sentir la inmensidad del universo.

“Permiso”, esbozó, refrescándose la frente y saciando con suavidad su larga sed.

“Hola, pequeño hombrecito. Eres bienvenido a mi mundo. Sírvete como quieras”. Contestó majestuosamente el cristalino río.

El mentado hombrecito soltó a un lado su mochila y se sentó en la orilla de una playa desde donde se escuchaba hacia arriba una frondosa cascada, tanteando la temperatura del agua con sus pies desnudos. Hizo un respetuoso silencio Un vigorizante frío le había calado y le tomó un tiempo asimilarlo. Pero lo reflexivo de su mirada denotaba calma.

“Hermoso río, ¿puedes decirme adónde voy? He perdido el rumbo, se han cansado mis pies y mis semejantes me aíslan. Quiero irme lejos y no volver, pero también quiero aportar de orden y armonía al mundo. Un orden y armonía que no creo poseer”.

La pausa fue larga, pero respondió el gobernante de aquel planeta.

“En efecto, tu andar en el mundo ya ha sido designado y no puedes evitarlo. Tu cauce ya conoce por dónde va a desembocar y así cada piedra que va a encontrar. Te diría que fluyas, pero puede que te toque enfocarte. Te diría que te reafirmes, pero puedes también relajarte. Solo te puedo comunicar entonces que no importas. Hagas lo que hagas, sientas lo que sientas, la magia de la existencia ya está latiendo en ti. Tú eres tu destino y ya estás aquí transcurriendo”.

El caminante entornó la mirada, comprendiendo su insignificancia.

Luego se levantó e ingresó ceremoniosamente por la tranquila playa, adentrándose hacia los rápidos.

Un vago recuerdo recorrió con escalofríos sus huesos, como si esto ya hubiera ocurrido antes, o tal vez como si su largo andar tenía desde siempre el propósito subconsciente de experimentar ese instante.

Levantó la vista como recogiendo un mínimo rayo de sol, se despidió de su mochila y se dejó llevar.

Sintió mareo cuando le impulsó la corriente, un frío indefinido bañó su consciencia, y sus pies clamaron desespero al no encontrar una horizontalidad firme debajo. Él permaneció impasible, cerrados sus ojos, hinchado su pecho.

“¿Cómo estás?”, escuchó una voz. Al mirarla descubrió unos ojos que reflectaban el color del río.

“¿Quién eres? ¿Adónde vas?”, insistió la misma voz.

El hombrecito miró a su alrededor. Había regresado a un pueblecito lleno de gente sencilla, que le observaba con gestos amistosos.

“Soy nadie. No hay camino, mi estela se desvanece al caminar. Soy mi destino”.

El protagonista de su pequeña historia se levantó contento, saludando imperceptiblemente al sol con su frente.

“He llegado”, susurró.

La vida comenzaba.

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