Un parpadeo

Y en la superficie, los ojos que miran y parpadean hacia el mundo buscando respuestas se cierran. No porque esté mal que miren y parpadeen hacia el mundo, sino porque ellos ya no encuentran saciedad en las respuestas que están constantemente devorando.

Cerrada toda expectativa de algún estímulo externo que mueva arbitrariamente las atenciones por sobre toda responsabilidad de hacerlo, ocurre una sorpresa.

Como un pavo frío en sequía, a aquella negra solitaria que se alimentaba de respuestas le es de repente cortado su suplemento vitamínico diario.

Y de repente, alguien oprime el botón de pánico. Los pitos chirrían implacablemente dentro del oído. Los meseros corren desaforados tumbando las mesas antes delicadamente colocadas. Auxilio, socorro.

La insostenibilidad de esa capa de profundidad busca un apoyo en una base aun más profunda. No porque ese ego quiso rendirse para entregarse románticamente a lo desconocido, trascendental e inefable, sino porque la mecánica de fluidos de ese ego corresponde por ley natural con que la gravedad asiente y madure todo lo que sea puesto en cocción allí.

Ah, esa base sabe que el pánico no es necesario, sabe que la ebullición de las emociones es un proceso natural y constante como respirar y sentir. No hay de qué alarmarse cuando aquella solitaria negra grite desesperadamente dentro de quel oído que desesperadamente le escucha solo a ella.

Este músculo es antiguo y visceral. Su particularidad, se alimenta del dolor.

Y no, no es como un vampiro que caza víctimas para provocar dolor el cual consumir. Su voracidad no es ambiciosa, pues se viene bien cuando no hay dolor, mas el dolor le fotalece. Es probablemente como un hígado que tiene el reto de procesar cada resquemor en un horno que transforma cualquier energía en una taciturna luminicencia y una paulatina sabiduría.

Mientras tanto, en la superficie, los ojos que miran y parpadean contemplan hacia dentro y les parece que son ellos los que están allí adentro entregándose a sentir su dolor.

Parece como si abrirse a sentir dolor sea la misma apertura necesaria para sentir la vida.

Y en vez de respuestas, es devorada aquella apertura.

Ninguna capa relativamente superficial de la consciencia sabe digerir algo tan virtuoso, así que cada una procede a abrirle camino, por lo cual resulta que la apertura está abriendo a cada mente.

A veces sobresaltan asustadas pequeños pollezuelos que se resisten al derribo de sus hogares e intentan regresar al huevo del cual nacieron, dentro de su cueva oscura de somnolencia cobijada por la hostilidad enemiga del mundo.

Pero el botón de pánico ya es reservado para situaciones realmente importantes.

La apertura es recibida por un centro que sea alinea en esa columna de aire hacia arriba. La garganta, desacostumbrada al manejo de su elegancia natural, percibe temporalmente tensiones aleatorias que revientan como burbujas en un ebulliciente mar de recuerdos, no agobiantes aunque mucho muy intensos.

La ley de la vida concluye por primera vez un ciclo de energía al tocar a la Tierra.

Qué sorpresa, la Tierra había sido siempre la base en el cual se sostienen los pies y desde la cual todos los ladrillos de la vida son construidos a través de una evolución pausada pero indetenible de millones de años.

Estabilizada la respiración con paciencia y persistencia, la concentración da fruto.

Los ojos que miran y parpadean se abren.

Bajo una mirada fija, el mundo es la Tierra, en forma de mundo.

Sorpresa, el mundo ha sido siempre la fuente de toda respuesta.