Un oído

Hace silencio.

Hace un poco de frío, también. Me guardo en un poncho que no es mío y me cobijo bien mientras escucho.

Los minutos pasan, uno cada minuto.

Algunos amigos sapos a lo lejos marcan un ritmo autónomo, pausando o acelerando a la orden de algún director invisible que personifica el espíritu del sapo

Vecinos de todo tamaño expresan el sentir de sus hogares, fortaleciendo a través de su red canina nuestro vínculo emocional como especie humana.

En un nivel paralelo de mi oído, me acaricia un chirrido indefinido que conforman decenas de grillos ensayando cada cual su propia melodía. Ninguno parece hacerlo mal, cuando todos participan.

Aquí más cerca, ensordece la sordera

Aquí todavía más cerca, se escucha la escucha.

Retumba glorioso el latido de mi pecho, no logrando sin embargo que la respiración tiemble en su ritmo suave pero firme. Un flash en mi mente me recuerda que no siempre es así. Pero es así ahora, confirmo.

Apunta mi oído al mundo sutil. El sonido del silencio, le llaman. Los cielos que despliega el sentir.

En el firmamento, por encima de una cascada soñada pero real, resuena albórea una sonrisa. Inocente, calmada. Una alegría nace de alguna dimensión desconocida y vibra según yo le imposto la forma en que vibre. Una alegría de esas que para que no duela la cara deben expresar la terrible inmensidad de las estrellas con armonía y midiendo el eco de sus palabras.

Encuentro en el centro de mi oído el reflejo de una mirada que no suena por lo agudo que mira, pero cuyo silencio vibra alabanzas tan sonoras como solo puede susurrar la pureza encontrando su pureza.

Más aquí, lo incognoscible se funde con lo inefable, deteniendo cada instante en la sencillez de lo eterno.

Más adentro aun, mi oído no logra tantear. Pero lanzo piedras para escucharlas cuando toquen fondo, y solo escucho silencio.

Tambien un poco de calor, que hace ahora.