Un envejecido album

Recuerdo la mañana de ese día cuando la confusión sembró una semilla. Esta retoñó en inquietud, que fue creciendo en forma de duda. Y de ella floreció la esperanza.

Bajo la clandestina mirada que vigila desde la sensación propioceptiva cada milímetro de exhalación que mi desconsolado diafragma suspira, abro así aquel empolvado álbum de las memorias.

La recapitulación me remonta a las épocas en que la inocencia era sagrada. Una sonrisa marcada por un diente hundido y unas hondas cicatrices, extremadas pero en ese momento crudos reflejos de sentir de parte del mundo el desdeño por el sagrado tesoro de mi puro corazón.

“Mamá”, llamo. Busco a nivel de mis ojos, y veo varias faldas a mi alrededor. Escojo la que se me hizo familiar, pero cuando miro hacia arriba no es mi mamá sino una cruel señora que junto con su camaradería corea una burla dedicada a mi hasta ahora sagrada torpeza.

La hamaca amarilla con tejidos abaratados de pinos rojos huele a nostalgia agria cuando apoyo mis codos sobre ella mientras me mantengo en pie. “Mamá, quiero teta”, digo. Su “no” es tan absoluto que, dentro de mi refugio amarillo que huele tan penetrante a nostalgia agria, comienzo hoy a suspirar.

Este mismo suspiro me lleva a la ocasión en que sobrevivo a la lechina y me reencuentro a mi novia infante. “Ya no me gusta”, reconozco extrañado. La tierna intensidad con la que a mi tacto me abraza por última vez ahoga de dolor el retoño de un don Juan que iba a ser la vaca que salta sobre la luna.

Ahora el mundo sabe a ahogo metálico. Sentado en mi inocente pupitre un día en esta primera experiencia escolar. Una escuela que fue abierta para albergar a los profanos damnificados de esa crecida de río que elegí no entender porque de mí solo se llevó una chancleta. En este pupitre rayado de vulgaridades me escondo mientras me acosan cruelmente el grupo de niñas malas lideradas por la más lasciva súcubo que fue damnificada sobre la sagrada Tierra.

Y sin más adónde huir, miro esta noche al mal dibujado conejo estampado en la luna llena que se eleva milímetro a milímetro sobre la montaña que oculta el horizonte. Las niñas buenas a lo lejos me miran llenas de incomprensión. Solo la luna me entiende. Solo en esta particular equalia mi inocencia permanece intocada por nadie.

Tantas huellas que se dibujaron sobre la mar. Tanto dolor que marcó el impulso de mi canto. Tanta ignorancia que interpreté con ignorancia, por la cual cerré mi corazón.

El suspiro que abrió el álbum baja hasta el punto en el que suelo perderlo de vista. La expansiva línea que separa la salida de la entrada se hace sensible, acabando con toda incertidumbre acumulada.

Recuerdo este momento en el que tengo al corazón entre mis manos. Lo devuelvo de inmediato al pecho, en el centro de mi ser. Salto de mi silla extasiado por la inocencia de este momento. Ahora que tengo mi corazón dentro de mí, este se abre por sí mismo.

Observo clandestinamente cuando difusamente mi diafragma comienza a inhalar. Cada milímetro de aire hincha mi ser de templado entusiasmo, de esa alegría que celebra por igual, tanto la existencia de estampitas agrias en un envejecido álbum, como lo eternamente sagrado de este único instante.

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