Y escuché a mi corazón, para saber qué quiere.
Manías de la cabeza, invitarme a desear entender los misterios de mi alma.
Manía muy acertada, porque entonces me encapsulo en mí mismo, comenzando así a cocinar a la oruga.
Primero los sollozos dantescos de fantasmas siniestros me ensordecen, templando mi valentía.
Pero luego, la luz enternece mis oídos con la música del agradecimiento pleno, de la unidad entre la nada y nada más.
Las respuestas flotan en silencio si yo también mantengo en el olvido todo ímpetu de cambiar al mundo.
Un cuestionamiento se sostiene llevándome más profundo: Qué quiero.
Más profundo, no está ya la fuerza que me llevó. Su misión fue apuntar, mas no transportarme..
Aquí, solo impera el vacío.
Soy nada, pues. Así que aquí estoy yo.
Más adentro aun, ni siquiera eso. La eternidad está viva y trasciende todo posible concepto que le quiera atribuir asidero. Nunca pude alejarme de aquí porque no hay nada lejos ni cerca de lo inmutable inmanente.
Pero regreso, sabiendo que afuera no existe cuando el universo uno es infinito.
La vida está haciendo latir un corazón y energizando una cabeza.
Me encuentro de vuelta la pregunta, ahora extasiada en la contemplación de la fuente de vida que nutre mi alma.
Traigo a mi camino un murmullo: Pureza de alma.
Eso quiero, pureza.
No quiero cambiar al mundo, no quiero cambiarme a mí.
Quiero fundir mi alma con el espíritu eterno, llenar de bendiciones cada esquina de mi percepción, quiero encontrar a la estrella que luce su luz sin intentarlo y sin saber que existe nada más que su puro corazón.
Más afuera, recordé entonces el canto de mi ser.
Los sollozos callaban, intentando resistir los vientos que rugían anhelantes de dar las gracias a toda experiencia posible sobre este mundo.
Unas alas resplandecieron por primera vez, dispuestas a alcanzar los cielos igualmente eternos.
Y sin soltar mis pies de la tierra, me elevé.
Tenía un propósito: Reencontrar a cada instante mi corazón.
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