Paz en el mundo

Cuando el mundo es comprendido, se hace obvia cierta paz.

La paz no yace condicionada a ninguna situación, ni en el mundo como tal, ni siquiera en el sujeto que lo experimenta. Una paz que está sometida a que determinadas cosas ocurran en el mundo, está condenada a la muerte.

Un individuo que abre sus ojos a la riqueza inmanente de estar vivo, comienza a darse cuenta de que el escenario en donde todas las cosas del mundo ocurren es de una inmaterialidad tal, que todas las cosas del mundo pierden importancia.

La aceptación del mundo se halla en una premisa: Aunque yo decida no aceptarlo, el mundo no deja de ser como es.

¿Qué se requiere para que haya paz en el mundo? Sólo una cosa: Que haya paz en aquel que experimenta el mundo.

¿Y dónde puede estar la paz, sino en el individuo que experimenta paz?

Por no aceptar al mundo, es que nos encontramos así creando guerras dirigidas a buscar la paz. ¿Estará la paz que no veo dentro de mí, en aquellos sueños utópicos de hermandad perfecta e íntegra humanidad? La irrealidad hacia donde voy buscando mi realidad, es más colorida que la realidad que estoy experimentando. Sin embargo, la realidad que percibe mi presencia en el mundo es lo único que en realidad puedo experimentar. ¿Acaso podría yo experimentar irrealidad? No, pero puedo experimentar no aceptación.

La no aceptación del mundo se halla en una premisa: Puedo cambiarlo.

La sensación de querer cambiar al mundo es la expresión natural de un descontento que rechaza de raíz la intensidad subyacente a abrirse a la verdad de la vida. La voz de la sensación dice: “No, todavía no estoy listo para permitirme ser yo mismo en un mundo que también es él mismo. No quiero asumir aquello que no puede cambiarse, pues todo lo que no puede cambiarse pesaría sobre la responsabilidad de mi espalda. No soportaría las toneladas de culpa sobre mis pasadas acciones acumuladas.”

Y la sensación de querer cambiar al mundo irradia entonces una tensión orgánica, como si el cuerpo del individuo ya tuviera que cargar con el peso de su pasado. Bajo esta contracción, el individuo se hace vulnerable a aquellos animales ciegamente salvajes que se llaman ideologías. Y bajo la promesa lejana de paz que nombra cada ideología, el ser se arma de un escudo torpemente bárbaro que se llama expectativa.

La expectativa aparece ocasionalmente en la forma emblemático de un negro cañón, apuntando sin puntería a algún blanco lejano en el horizonte. Cada expectativa tiene un color distinto que el otro, pero magnetizado con la misma polaridad que cada otro. Por tanto, cada expectativa se afrenta electrónicamente a toda otra expectativa con la que el individuo encuentra delante de sí.

La naturaleza auto-repelente del escudo bárbaro que es la expectativa, dispara, pues, intolerancia. La intolerancia conlleva a la guerra, y la guerra nos conduce tarde o temprano a una confrontación con el grado de realidad de aquellas ideologías que definen y condicionean la paz. Cuando, al ojo de quien lo experimenta, cada guerra muestra la falsedad de las ideologías que persiguen paz, nace de entre las cenizas una esperanza real de paz.

El obviar la falsedad del mundo es la única llama que necesita estar prendida para cambiar al mundo. La honestidad consigo mismo es la transparencia que el individuo requiere para poder perdonar y abrirse a la aceptación. El fuego que arde en el momento en que un ser permite que el universo funcione según su exacta naturaleza, incenera toda creencia que pueda habitar en el mundo. La sensación de querer cambiar al mundo se estremece huyendo azotada por el conocimiento inevitable e ineludible de la trascendencia que representa sentarse en meditación a agradecer la vida.

El mundo experimentará paz en el momento en que los individuos que lo componen la experimenten dentro de sí.

Un individuo experimentará paz en el momento en que decida ver a través de la sensación de cambiar al mundo y se interne en la implacabilidad de la realidad inmediata y verdadera de su propio ser. Entonces comprenderá la ilusoriedad que constituye todo lo que ocurre en el mundo. Muere, pues, la expectativa de depender para que haya paz de ciertas condiciones sobre el escenario del mundo, enterrada bajo la obviedad de que el escenario del mundo que ya está ocurriendo, no puede ser cambiado. Ya está ocurriendo.

El universo por tanto atropella al individuo, haciéndole olvidar su identidad temporal de ser un individuo separado del universo, y lo deja sin impurezas mentales, tensiones orgánicas ni sensaciones ruidosas. Cuando el ser se relaja y se permite ser, viene al recuerdo ese espacio de presencia que por permitirlo todo, lo abarca todo. Viene el conocimiento ancestral de que el ser humano es un animal silvestre, indetenible e indomable, lanzado a un mundo percibido como ciegamente salvaje, y que esto, por más que las sensaciones orgánicas quieran evitar, respeta la ecuación perfecta e inviolable que traza la belleza del universo.

Belleza, a eso sabe el mundo cuando el mundo es comprendido.

Es que, cuando el mundo es comprendido, se hace obvia cierta paz.

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