Un muchacho fugaz

Iba yo andando por aquella colina. Era un hermoso campo montañoso, lleno de vientos, sembrados y violetas.

La luna era nueva, así que estaba tanteando entre los frailejones. No me preocupé cuando extravié brevemente la vía, pues tenía una noción indefinida de conocer esa ruta.

Me detuve un momento a recordar sobre una pequeña cima. Mientras tanto, a un lado oscuro, sentado sobre una piedra, vi al muchacho.

Él no reparó en mí. Estaba mirando al cielo con una melancolía infinita, pero insinuando desde el fondo una gran paz.

Llegó a mí el arrullo de un triste suspiro, que pareció reconfortarle

Sus ojos clamaban largas congojas. Se podía leer en ellos las historias más desgarradoras que pueda haber experimentado cualquier hombre. Sin embargo, agradecían a las estrellas por acompañarle mientras yacía sentado sobre una piedra

La bóveda luminosa parecía entenderle, titilando como nunca en una noche de luna nueva. Bajaba una brisa apenas imperceptible que mecía suavemente sus cabellos.

El muchacho parecía absorto del mundo en su contemplación. Su paz crecía mientras permanecía allí, como dejándose bañar por la delicada luz que dominaba el valle que se extendía a sus pies.

Parpadeé, y al volver a dirigirme a él desde mi escondite, había cambiado totalmente su expresión.

Miré siguiendo su miraba. Una estrella fugaz recorría la vía láctea, resaltando con su gracioso brillo entre chispas de bendición.

Volví a mirar al muchacho. Su rostro irradiaba reflejando con entusiasmo la rápida caída de aquel colosal mensajero celestial. En esa corta exhalación de luz, dejó entrever una irónica sonrisa. Parecía susurrar, así que agudicé el oído.

“Estrella fugaz, tú que concedes todo deseo desde el corazón, que consuelas al afligido y levantas al caído. Quisiera pedirte…”

La pausa que hizo fue tan concisa que tuvo tiempo de pedir:

“Quédate para siempre, querida estrella fugaz. Quédate conmigo. Ese es mi deseo.”

Antes de llegar al horizonte, la mentada desprendió una última chispa antes de desaparecer.

El muchacho se quedó un momento con un gesto sorpresivo, como acostumbrándose de vuelta a la oscuridad. Fui yo quien se sorprendió cuando, en vez de lamentarse, su melancolía dejó su alma y suspiró lleno de una infinita paz.

Luego de un largo rato, salí de mi ensimismamiento. Tenía mi atención volcada en aquel fantasma nocturno de las colinas. Un impulso interno me sacó súbitamente de allí.

“Ah, es por acá”, pensé. Y retomé alegremente mi camino.

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