La oscuridad del mundo

Sobre el mundo yace una estructura de oscuridades. No como si viviera sobre él una horda de demonios, más bien en una dinámica natural similar a la de una vela reflejando luces y sombras. Pero la maldad en el mundo no yace en el mundo: La maldad nace dentro de nosotros.

Y es que nuestro sistema de pensamientos carece por completo de sentido contrastándolo a la intuición con que creamos el bien. No pensamos realmente sino que nos dejamos arrastrar por los vientos más bajos que generalmente solo saben contar historias de oscuridad. Prácticamente ninguno de nuestros esfuerzos suele ser conscientemente constructivo, sino que son acciones reflejas que responden a las fábulas de miedos, luchas y supervivencia personal.

Cuando, crédulos a cualquier reacción impulsiva, vivimos enfocados e incluso obsesionados en las oscuridades; cuando en nuestro caminar tropezamos con lo que consideramos injusticias; cuando nuestra sensibilidad, al caer, queda impactada y dolida, nuestro sistema de juicios amplifica a nuestros ojos lo que en el mundo era oscuridad pero que en nosotros se interpreta como maldad.

Tras equivocar así la forma en que evaluamos nuestras percepciones sobre el mundo, culpamos al mundo por las consecuencias que, sin quererlo pero sin evitarlo, estamos creando sobre nosotros.

¿Y qué hacemos respecto a la maldad en el mundo?

No hacemos nada, porque, debido a la necesidad de creernos bondadosos, consideramos a esta maldad como algo en lo que no participamos. No nos permitimos conocer que la maldad está dentro de nosotros, y por tanto, no podemos modificarla.

Es un círculo interminable: Crear maldad, mentir con una máscara de bondad, luego señalar a los personajes que pintamos como malvados, y al odiarlos, excusar nuestra maldad con banderas de legalidad, corrección y justicia. Esta es la rueda que mueve nuestro sistema de pensamientos.

¿Cómo cambiaremos el mundo, entonces?

No ganando ninguna guerra, no logrando ninguna [contra]revolución, no castigando a ningún malvado, no venciendo a ninguna oscuridad. La confusión jamás calmará la confusión, ya que esta maniobra está reservada exclusivamente a la claridad. Dios recuperará su trono en el mundo cuando perdone de corazón al diablo y reconozca que son uno.

El llamado a la razón es de observar. Poco a poco, aclarar el panorama de qué está ocurriendo en el mundo, de modo que la oscuridad pierde primero los dejos de maldad y luego pierde por completo su poder cegador. Y la única forma de hacer esto es mirando qué ocurre dentro de nosotros, no solo en términos de cómo estamos juzgando al mundo, sino también en darnos cuenta de que todo lo que ocurre, afuera y adentro, no pasa de ser una ilusión percibida por una consciencia que trasciende los conceptos de luz y de oscuridad.

Cada movimiento de maldad que salta en los momentos cuando nos entregamos a las fábulas de oscuridad, cada ráfaga de sensaciones crudas relacionadas con el miedo, la lucha y la supervivencia, puede neutralizarse bajo los efluvios de esta consciencia despertada por la serena determinación.

La clave del asunto es el enfoque persistente de la ecuanimidad.

¿Es decir, que ante las crueldades del mundo, debemos permanecer inactivos?

No. La inteligencia va aprendiendo a discernir entre la imparcialidad y la resignación. Nuestro cuerpo astral impulsivo, origen de nuestros instintos, siempre seguirá en movimiento respetando la naturaleza que es parte indispensable de nuestra integridad, de nuestra humanidad. La observación desde la consciencia, también llamada reflexión, podrá equilibrar estos movimientos, pero no será creando inmovilidad, será derrumbando activamente nuestro sistema de pensamientos carente de base real.

La oscuridad nunca dejará de existir, pero sí podrá ser trascendida a través del arte de la comprensión. Y comprender es una acción tan simple que no la podemos realizar, solo la podemos seducir e invocar al mantenernos en equilibrio.

La ecuanimidad no le abre la puerta a ninguna maldad porque nunca se la cerró, porque como tal nunca comió el cuento de que exista alguna. El equilibrio se mantiene entonces observando al mundo pero sabiendo también ignorarlo, es decir, sabiendo no impresionarse con su juego de luces y sombras. Esto es resultado, no de la concentración, no de la represión, no del castigo, sino de la contemplación gozosa de la esencia del ser en la más total renunciación individual.

¿Cómo podría ninguna fábula en el mundo afectar la vacuidad eterna que en esencia somos?

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