Viaje a casa

Hacía tiempo que no cazaba nada.

Recordaba siempre sus épocas de juventud. Él caminaba raudo, cruzando frondosos bosques y trepando escabrosas pero abundantes montañas. Allí, sobre alturas celestiales, los árboles le cantaban, la brisa reía y las floridas mariposas aleteaban su atento andar. El sol saludaba a los fiornitos que croaban alrededor mientras los arbustos y las lianas le abrían paso hacia un camino desconocido.

Un buen día miró a lo lejos, como siempre hacía. Y vio, a lo cerca, su hogar.

“No parece un largo trayecto”, pensó. La senda era serpentuosa, pero el aroma que había cautivado su intuición le empujó. Su cantimplora ya iba por la mitad, pero según sus cálculos, alcanzaría.

Ahora los recuerdos se esfumaban de su frente ante su oscura perspectiva. Estaba perdido.

Al principio se lo había tomado filosóficamente. Ningún despeñadero es más grande que un corazón lleno de agradecimiento.

Pero ahora su cantimplora estaba tan seca como su vetusto entusiasmo. Sus pies se atropellaban entre sí, y extenuados exigían descanso.

Él no cejó. Para él, la opción de descansar significaba quedarse allí hasta que el cuerpo se fundiera con ese nauseabundo suelo que desde ya le hacía tiritar. Rendirse no era una elección que podía considerar, si deseaba la vida.

Un buen día miró de cerca, como entonces solo podía hacer. Y, a lo lejos, justo cuando su cuerpo ya desfallecía, vio por fin una posible caza.

Era un ejemplar de impactante belleza que pastaba inocente junto a un ufano arrollo.

La emoción le exaltó. Una energía con aroma de frescura y vigor le destempló desde la médula. Sus antes cansados pies le levantaron con un ímpetu nuevo. Recordó que siempre agradeció aquellas épocas de bonanza, y por tanto, él jamás iba a ser abandonado por los dioses que le velaban. Recordó qué le había llevado hasta allí, por entre frondosos bosques y hacia escabrosas pero abundantes montañas.

Impactado con esa fuerza desmedida que mellaba en sus témpanos, casi volvió a caer. Pero rendirse seguía sin ser viable.

Recordó que estaba perdido en un paraje desolador, y que debía enfocar la mirada, no tanto hacia su objetivo, sino en sí mismo. Antes que lanzarse a la caza, le urgía cabalgar su doloroso cansancio, enderezar sus envejecidos músculos, y encender desde el centro de sus ser la chispa que había de iluminar ese remoto mundo.

Nada más hizo falta. Los cielos eran suyos por derecho propio, solamente con llenar su pecho de ellos.

Ya no importaba si tenía éxito en aquella ocasión, pues había vuelto a la vida. El paraje no dejó de ser tan desolador como siempre lo fue. Pero algo era diferente: Él confiaba en sí mismo.

Acechante, fijó la mirada en su propósito, y con una elegante destreza, saltó.

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