Camino sin pesar detrás de la verdad

Me acompañas solo a veces, oscuro monstruo. Cuando bajo a visitarte estás ahí, como si nunca me hubiera ido. Cuando no quiero enfrentar solo los vientos que bajan de los volcanes, me refugio en tu angustiante pero seguro mundo.

Pero, ¿podré separarme de ti? ¿Me considero capaz de darte la espalda para siempre y correr libre por las colinas donde brilla el sol?

Porque la muerte no es el fin. La muerte llega como una cuchilla, inevitable e incisiva, a cortarme en dos. Pero yo decido si estoy en la parte que muere o en la que vive más ligero que antes. Si me apego a la piel que mudo, o si despliego mis alas sobre los aires.

Y aunque yo decido saltar, no soy yo el que decide avanzar o adónde. Si yo trato de hacer algo, lo único que logro es entorpecer lo que la vida ya está haciendo. Apenas quiero algo, mi mente vuela hacia lograrlo, mientras mis vértebras olvidan que van de la tierra a los cielos. Mi pie se mueve un paso mientras mi pata lo devuelve.

Entonces contemplo que lo que no se mueve, se muere. La tierra hala, la gravedad sepulta. La muerte viene a empujarme a vivir.

¿Cómo quedar indiferente? ¿Cómo puedo evitar abrir mis alas hacia la libertad de mi alma?

Así que me despido, oscuro monstruo. Me voy a asumir mi soledad.

Abandono la necesidad de luchar por llegar a las cimas que me deslumbran en mis ensoñaciones pero que no son la sagrada tierra que estoy caminando. Dejo de ansiar el sol cuando es de noche o de buscar las estrellas cuando sube el sol. Suelto los músculos que intentan forzadamente de defender la forma de un caminante que ya nació con forma, con cabeza firme, con piernas briosas, con alas de alegría.

Quiero vivir sobre las montañas, donde crecen las flores y aletea el colibrí. El río juguetea a lo largo de la pradera entre cascadas y lagos, y el fuego de mi corazón canta las bendiciones de mi vida.

Ese lugar no es ensoñación, es mi hogar. No voy hacia allá, ya he llegado.

Cuando dejo de querer no ser lo que soy, soy libre.