Volviendo

Asi que retomo el camino. En todas direcciones hay camino, así que elegí arbitrariamente el que lleva al sol. Es el más empinado, pero de vez en cuando toca ejercitar los pies.

Veo pasar los pueblos mientra avanzo, muy diversos entre sí aunque tan parecidos. Dejo en ellos mi sudor y me llevo recuerdos irremplazables. Y sigo por entre ese bosquecillo, lleno de tucanes. Luego cerca de aquel molino junto al río. Qué revitalizante el agüita del río. Alcanzo satisfecho una cima para encontrar que la montaña es joven aún.

Todavía me retumba en la mente un tal lugar. Como cuando uno sale del cine luego de ver una película muy impresionante, un recuerdo extravía mi mirada. Hace tanto tiempo! Hasta cuándo viví allí? Ah, sí, ayer.

Era un peñón lejano. No alejado de nada en específico, sino que era solitario y frío. Me acompañaba un pequeño cedrón, dulce pero enfermizo, y un cerezo tan viejo que muy rara vez lo veía florecer. Dormía de noche y en el día trabajaba con la idea de construir que ese espacio cobije mejor mis esfuerzos por construir ese espacio mejor.

Pero qué me pasaba allá? Mis ojos se ennegrecían ante cada amanecer gris. Mis hombros pesaban y la paciencia de las vacas me hastiaba. Constantemente soportaba al cedrón quejándose de un resfrío y al cerezo suspirar por un poco de sol. Y a los perros, ladrando indisciplinadamente por todas partes.

Un día miré hacia arriba. Una pequeña florecilla rosácea curioseaba los cielos desde lo más alto del viejo cerezo. Si no era suficiente sorpresa, vi un rápido colibrí explorar curiosamente el lejano peñón. Oscuro pero brillante. Con prisa pero con elegancia. Un gorjeo aquí, un aleteo acá.

Desde entonces, nos visitaba seguido. Yo le ponía un poco de agua y algunos insectos que alcanzaba a cazar. Me cautibaba su capacidad de estar quieto en donde lo decidía mientras el ritmo de su corazón era inaudible para mí. Para escuchar sus aleteos aprendí a escuchar, sintiendo que me mostraba esos cielos que él recorría. Me deleitaba sobrevolando praderas, tormentas y precipicios, conociendo pólen de todo tipo y atrapando algunos insectos.

Pero cuando se secó la única flor del viejo cerezo, dejó de venir. Entonces los días volvieron a ser grises. Y supe que habían sido iluminados.

Creo que fui demasiado torpe. Estaba muy emocionado cuando el cerezo engendró su última florecilla y el avecilla se hizo presente. Y le asusté. Creí que me entendía, porque creí que yo le entendía. Es que, ómo le dices a una criatura libre y silvestre que solo quieres que esté cerca de ti?

El venerable árbol exhaló en el momento en que soltó la rama que alimentaba el tesoro de su existencia.

Así pues le dejé mis mejores deseos al pobre cedroncillo, y busqué la ruta del sol. Que a juzgar por cómo está mudando mi piel, buena falta me hacía.

Caminar, cómo necesitaba sentir la risueña brisa refrescar mi sudor mientras dejo pasar al mundo debajo de mí!

Y cuando me visita la nostalgia, escucho su aleteo. Miro y no hay nadie aleteando. Pero el sol está siempre nutriendo las selvas a mi alrededor, y hay fé en mis pisadas. El río es refrescante y los pueblos transcurren pintorescos hacia el olvido. El ritmo de mi corazón sí es audible para mí, así que puedo entenderme.

El aire entra fresco por entre mis certezas. Mis pies se endurecen sin perder su forma. Me acompañan los cielos que voy creando mientras sonrío. Escucho la melodía de las eternidades mientras tarareo una canción que termina antes de tiempo. Y piso la tierra. Ah, la tierra.