Un ser en el mundo. Parte II

Miraba dar vueltas a las estrellas una y otra vez sobre su confundida cabeza. Constelaciones imaginadas, planetas retrógrados y dioses en cuadraturas desfilaban a lo que desde donde él estaba era una altura celestial demasiado lejana.

Aquel hombre nació desnudo e inocente, desconocedor de aquella selva de concreto que le atrapaba en un sinfín de retos.

Caminó largamente durante su vida protegido por el ángel de su tierna bondad, el cual le llevaba por entre los peligros con una parpadeante pero sostenida vela invisible.

Cuando el hombre era niño, amó la vida que experimentaba. Y en vez de aferrarse a ella, decidió aventurarse a avanzar por su propia iniciativa.

Y, aunque antes había llorado, sintió un día por primera vez lo que era el dolor.

Alrededor, una sociedad había sido construido por su misma humanidad, nacida desnuda e inocente, pero conocedora de la seguridad del concreto, de la escuela separatista, de la desalmada competencia por sobrevivir individualmente.

Sus heridas psicológicas crecieron con él, haciéndole un ser reprimido, resentido y solitario.

Él, en su puro intento por aclarar en su intocado entendimiento del mundo, formó parte de este. Entró definitivamente en una confusión que solo le hacía dar vueltas una y otra vez bajo unas estrellas cada vez más lejanas en una altura cada vez más inalcanzables.

Él, buscando el amor que le había inspirado el recuerdo de aquella vela invisible de una percepción desnuda e inocente, cayó inmisericordemente en el abismo de la animalidad que nutría con crueldad a la humanidad.

!Oh, azares de dioses caprichosos! !Oh, rutina silenciosa que le obligó a empujar puerilmente la roca por entre cada recoveco con lástima y sufrimiento!

Aquella condena duró una eternidad que pareció demasiada.

Cuando el niño comió el fruto del conocimiento, se hizo hombre. Y en vez de aferrarse a él, decidió aventurarse a observar con su propia consciencia.

Y, aunque antes había sentido dolor, sintió un día por primera vez el origen de su percepción infernal.

Alrededor, el mundo agobiante era la expresión de una angustia basada en buscar el amor. Los hombres no eran realmente crueles, solo vivían gritando que estaban vacíos y perdidos en su propia confusión.

La aceptación de su miseria creció con él, que siguió desarrollándose, ahora hacia una autoindagación de su realidad interna.

Él, haciendo silencio ante la tormenta que le acosaba desde todas sus debilidades, aprendió a dejarla pasar, no haciéndose fuerte contra ella, sino siendo en carne propia aquel entendimiento intocado que ya no quería entender nada.

Él, abandonando toda lucha, se sentó impasible agradeciendo las bendiciones que a veces acogen con bondad tierna y otras veces retumban desde las alturas celestiales las mismas bases de su percepción.

Abrazó con asombro la noche que le permitía ver las estrellas desde donde él estaba. Y no hizo falta nada más para ser capaz de alcanzarlas. Bastó con no resistirse a la ausencia del sol para que este comience a desplegar sus rayos de contemplación.

!Oh, divina fluidez de la presencia! !Oh, paz incondicional que le enseñó que el camino serpenteante que sigue el mundo respeta la perfecta rectitud de sus pasos libres!

Cuando el maestro sonrió mientras empujaba alegremente la roca por entre cada bendición, se fundió en la vida misma. Y fue cuando las estrellas se detuvieron a observar, y amaneció durante una eternidad que nunca será demasiada.

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