Un ser en el mundo. Parte I

Érase una vez, en un universo misterioso de explosiones interestelares y realidad cuantizada, un ser portador de vida.

Este ser nació en un mundo predatorio y cruel, en una selva de lluvias feroces, desiertos atroces y hambre.

Nada podía conocer, este ser. Ni de dónde vino ni para dónde va, ni a qué vino al mundo. Su única y total experiencia era que estaba aquí, y que su presencia innegable le urgía a permanecer vivo.

Bebé inexperto, fue recibido por entidades de figura familiar, poseedores de una estructura heredada de conocimientos formados.

Él, bajo el ímpetu urgente de la supervivencia individual, decidió abrirse a desconocer el mundo para acercarse al conocimiento ya establecido por estas figuras de líneas ancestrales.

Sociedad, le llamó.

Puestas las figuras en el altar, adoró primitivamente a los diversos dioses del conocimiento humano.

Habló el mismo lenguaje que ellos, y escribió los signos que representaban información, algo necesario para la ocurrencia de un fenómeno biológico social muy trascendente, que es la comprensión entre humanos.

Y humano, se creyó.

El conocimiento aproximativo sobre qué es un ser humano, es producto de una corriente predecible de interacciones entre humanos que, para convivir en un mundo común, establecieron acuerdos definitorios de las realidades que los humanos caminaron durante las distintas etapas de su vida.

Uno más uno es dos. Aunque no hay base real en donde apoyar esta ley, sobre ella el hombre apoyó las matemáticas enteras, y la manera en que las formas de la cotidianidad dieron forma a los acontecimientos de su entorno actual.

La profundidad de estos saberes, frente a la inocencia vacía que portaba el ser cuando vino desnudo al mundo, le conminó a cerrar infinitas opciones de cuestionamiento ante lo que el mundo dictaba que era la realidad.

Adoptó entonces para sí creencias preconstruídas y pensamientos que asentaban tautologías de veracidad acerca de los mismos pensamientos, autosostenidos.

El bucle energético que esto le produjo, provocó en él sensaciones intensas de confusión. No confusión realmente, pero una sensación tan tangible de confusión, que definió la historia de su vida.

De tanto intentar defender la evidencia que los pensamientos intentaban forzar acerca de su historia, se desplegó ante sí algo llamado enfermedad mental.

No parecía que todos a su alrededor la poseyeran, pero, si evaluaba su vida respecto a una claridad de mente idealizada desde su misma confusión, se daba cuenta de que había apadrinado en su vida aquel virus.

Lo que pasaba era que tal enfermedad aparentaba ser indetectable porque realmente todos a su alrededor lo poseían y era considerado normal. La enfermedad era la base de la sociedad.

Lo llamó sueño colectivo.

Y el ser humano soñó que era alguien, que tenía un nombre y dos apellidos, y que la condición de su vida estaba restringida por una cédula de identificación, historial delictivo y movimientos transaccionales.

Soñó que le imponían deberes, forjados por la dura insistencia del tacaño premio y el cruel castigo, de la animalidad torpe y predeciblemente predatoria que nunca dejó de llamarse humana.

Fue a la escuela, obligado a competir y pelear con la misma inflexibilidad con que se le imponía la culpa de hacerlo.

Ama, le decían aquellos que hacían la guerra.

Pero nunca supo amar.

El amor es esto y aquello, le decía su mundo cotidiano. Ama así, porque otra forma contradiría que el amor es esto y aquello.

Preso, aunque sin saber del todo que estaba asfixiado bajo sus propias invenciones, clamó.

Su dolor retumbó profundo en las fauces del alma.

Fuerza de vida, era la semilla para llevar a cabo todas sus acciones respetando premisas de convivencia con un mundo que no tenía la culpa de formar el sueño actual de su existencia.

El dolor de su samsara llegó a ser el único factor en pro de su salvación, porque era un llamado para volver a reconocer la inocencia original con la que vino al mundo.

El dolor le comunicaba que todo en lo que creía durante su vida era un cascarón vacío de ensueño.

La realidad no era causada por su entorno, ni tenía que ver con la estructura de pensamientos que le asfixiaban, sino que existía la posibilidad de ver que, a pesar de la sensación de asfixia, podía respirar con libertad.

Un ser en el mundo, confuso, dormido, agobiado. ¿Qué esperanza tiene?

Un ser poseedor de infinitas posibilidades en medio de un mundo que intenta, desde todas sus fascetas, convencerle de que morirá ignorante. ¿Cuál será su sino?

Logrará este ser conquistar un final feliz?

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